50 años de los
prismas de concreto
Gregorio B. Mendoza

 

Originalmente diseñadas para dar forma a una fuente de escala monumental— la única materializada del proyecto original de Mario Pani, el cual contemplaba cuatro en total— e indicar con ello el acceso urbano de la naciente Ciudad Satélite, las famosas Torres de Satélite celebran este 2007 sus primeras cinco décadas de vida.

Hay motivos de sobra para celebrarlo pues este conjunto además de ser un verdadero monumento al concreto se convirtió en uno de los hitos urbanos de mayor jerarquía plástica de la zona metropolitana.


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Su historia inicia cuando en 1957 el maestro Luis Barragán comenzó a realizar el proyecto conceptual de estos enormes volúmenes “ciegos” que se convertirían en lo que conocemos hoy: un conjunto escultórico a nivel urbano integrado por cinco prismas triangulares de distintos colores y tamaños dispuestos sobre una plataforma de 200 metros cuadrados; en ese entonces utilizado como símbolo del Banco Internacional Hipotecario, institución promotora del fraccionamiento del mismo nombre en Naucalpan de Juárez, Estado de México.
Barragán invitaría a participar a dos de sus grandes amigos intelectuales y artísticos: el escultor Mathías Goeritz y el pintor Jesús Reyes Ferreira, quienes contemplaron la construcción de siete cuerpos prismáticos que no sólo alcanzaban una altura de 200 metros sino que buscaban exaltar a como diera lugar las cualidades físicas y el proceso de transformación de su materia prima: el concreto.
Lo anterior generó un enfadó manifiesto del Partido Comunista que cuestionó el proyecto argumentando que con los cientos de toneladas de cemento que se utilizarían se podrían construir más casas para trabajadores. No obstante, el proyecto continuó; pero por falta de presupuesto —al concluirse, la obra costó 3.5 millones de pesos que para la época fue considerado un gasto innecesario y desorbitado— se eliminaron dos cuerpos, quedando cinco torres y reduciendo su altura para que la más grande midiera 52 metros y la menor 30. La idea original de Goeritz sobre el color de las torres planteaba que fueran todas en diferentes gamas de naranja; sin embargo, fue persuadido por constructores y empresarios para que se pintaran en diferentes tonos, acordándose finalmente que serían amarillo, rojo, azul y las dos restantes blancas.
Así, estos 6,644 m2 recubiertos de concreto que conforman la obra —inaugurada por el entonces presidente Miguel Alemán Valdés— son las huellas impregnadas por la cimbra de madera que las forjó y las diversas capas de pintura que han recubierto los espasmos vandálicos de una ciudad que se pierde en el horizonte. Hoy, celebran con su indiferencia la calma que aún poseen y se disimulan ante el caos que las rodea.